ATRAPADOS EN EL COLEGIO

POR ÍÑIGO DOMÍNGUEZ GABIÑA

Sobre LA ENCILOPEDIA DEL DOLOR


Como periodista, he investigado en el diario El País los abusos de menores en la Iglesia desde 2018, un trabajo difícil y laborioso que me ha hecho conocer a lo largo de cinco años el drama de miles de víctimas. Cada historia es distinta, cada daño es único, pero hay elementos que a veces se repiten. Uno de ellos, que siempre me ha impresionado, es cuántas de esas personas adultas aún son niños que nunca consiguieron salir de su colegio. Siguen atrapados en una clase donde sufrieron. Sufrieron acoso, rechazo, abusos sexuales, o terror cotidiano, en una atmósfera que en ese momento era la normalidad y donde los más débiles fueron cayendo, o sobreviviendo, y algunos quedaron tocados para siempre. Recuerdan nítidamente esa infancia en algunos episodios o detalles, en escenas que no se borran. En cambio, otros aspectos a veces sí se han ido difuminando, y muchas veces etas personas no saben qué hay detrás de esa niebla de la memoria, que quizá se ha extendido para ocultar algo terrible, y solo queda la sensación de que detrás está aún lo peor de todo. Quien tuvo una infancia sin sobresaltos tiene un vago recuerdo del colegio, se va perdiendo lentamente en la memoria, siguiendo el curso del tiempo, pero quien lo vivió de forma atormentada lleva incrustados dentro recuerdos dolorosos de los que no consigue desprenderse.

El País publicó en mayo de 2021 un reportaje sobre uno de esos colegios donde se produjeron abusos, el de los maristas de Vigo. Ocho antiguos alumnos de los años sesenta denunciaron los abusos que habían padecido, de hasta cuatro profesores distintos. Luego emergieron más, y también en otros colegios de Galicia, y del resto de España. Estos antiguos alumnos, y muchos otros, llevaban toda la vida guardando su secreto, soportándolo, cada uno por su lado, hasta que vieron el momento de hablar. Uno de ellos me contó que en una cena en la que se juntaron antiguos compañeros, ya a la hora de los cafés y en confianza, de pronto salió el tema. Uno dijo: “Que levante la mano quien no sufriera abusos en el colegio”. En esa reunión de médicos, abogados, ingenieros, empresarios, profesores, se hizo el silencio, y todos regresaron otra vez a ser los niños de aquel colegio: casi ninguno levantó la mano. Al terminar, se fueron todos a orinar en la tapia de los maristas. Poco después, uno de ellos escribió a El País para empezar a contar su historia.

Aquel reportaje fue importante para comenzar a destapar muchos otros abusos en colegios de maristas de toda España, hizo llegar decenas de mensaje al periódico. También dio pie a que El País se planteara elaborar un informe con cientos de casos que vio la luz en diciembre de 2021 y fue entregado al Papa y a la Conferencia Episcopal Española, que se vio obligada a abrir una gran investigación. El impacto llevó por fin al Congreso a encargar una investigación al Defensor del Pueblo, que en octubre de 2023 concluyó en un informe que, según un sondeo, un 1,12% de la población había sufrido abusos en ámbitos religiosos, un porcentaje equivalente a 440.000 personas.

Aquel reportaje tuvo, por tanto, una onda expansiva profunda, que aún dura. Pero lo significativo fue el efecto que tuvo en la misma ciudad donde ocurrió, en Vigo: ninguno. Yo seguí en los días siguientes la prensa local y la gallega, para ver si abordaba la cuestión, se sumaba a la investigación y sacaba a la luz nuevos casos. Si yo desde Madrid, sin contactos en ese lugar, había hablado con varios alumnos, a un periodista de Vigo le bastaba levantar el teléfono y empezar a llamar a conocidos. Pero no ocurrió nada. Es más, solo algún artículo de indignación hacia los alumnos que lo habían denunciado y cartas en defensa del colegio. Se hizo otra vez el silencio.

Conozco ese silencio, todos lo conocemos, es muy familiar. Es el de todas las ciudades de España, capitales de provincias, pueblos, que atesoran secretos terribles como un peligro que no debe salir a la luz. Una atmósfera cerrada e irrespirable, salvo los que se aclimatan a ella, donde se prefiere creer que no ocurrió nada y predomina el terror a mirarse en el espejo. Porque la verdad rompe el espejo del recuerdo, obliga a reescribir lo que creíamos que era nuestro pasado, y mirar hacia atrás en España siempre es una maniobra muy ardua.

El País ha publicado cientos de artículos de parroquias o colegios, y en cualquier localidad, en cualquier provincia, al día siguiente la reacción siempre es la misma: casi nadie levanta la voz, predomina el desdén hacia a las víctimas, increpándolas porque han hablado, porque a qué viene remover el pasado después de hace tanto tiempo, alterar la tranquilidad de esa manera, qué buscan, quizá notoriedad, quizá dinero, quién sabe lo que buscan. La sociedad civil en España es débil, minoritaria, pasiva. Solo en lugares con sociedades más dinámicas, más activas, como el País Vasco, en Navarra, en Cataluña, ha habido respuestas colectivas de vecinos, de asociaciones, de partidos, de instituciones.
Pero de Vigo sí recibí un mensaje, de Pablo Fidalgo. No lo conocía. Hablamos por teléfono, justo estaba en Madrid con una de sus obras de teatro y quedamos a tomar un café. Enseguida nos entendimos, porque entendí de inmediato lo que me contaba, y su impresión cuando leyó aquel artículo de los maristas de Vigo. Porque él había ido a ese colegio, aunque muchos años después de los hechos que relataba el reportaje, en los ochenta y los noventa, pero todo le había resultado muy cercano. La atmósfera dentro del colegio se había mantenido también hasta los ochenta, había seguido flotando en el aire. Es algo que después reflejó perfectamente en la obra que escribió, Enciclopedia del dolor. Tomo I: Esto que no salga de aquí. Ese aire tóxico no salía de ahí, se mantenía estancado en las clases, y se extendía a los hogares, cubría el cielo de la ciudad, la aplastaba. Es una idea que yo pude comprender con claridad precisamente en la representación a la que asistí en Madrid, un año más tarde: la Transición no llegó a esos colegios, siguieron siendo cápsulas del tiempo cerradas a lo que ocurría fuera.

La obra se estrenó en junio de 2022, un año después de aquel reportaje y de nuestra conversación, y en ella Pablo desenredó paciente, meditadamente, los hilos del dolor, gruesos o sutiles, para que se pudieran desplegar ante nosotros. Esa madeja estaba dentro de él, pero también en la de todos los que pasaron por ese colegio, en el corazón de la ciudad. Basta una persona que recuerde, que empiece a hablar, como el protagonista de la obra, vestido con el chándal de maristas, aún instalado en aquel patio, en aquellas aulas, para que todo caiga roto a su alrededor.
A una de las sesiones de estreno asistieron algunos antiguos alumnos del colegio que habían sufrido abusos, y después se abrió una conversación con el público en la que hubo algunas intervenciones que aún recuerdo. Recuerdo, por ejemplo, lo que dijo la pareja de una de esas personas, que le había acompañado. Contó su asombro por la marca que aún llevan, años después, los que fueron a ese colegio, como si pertenecieran aún a un mismo grupo cuyos códigos solo ellos comprenden, incluso cuando su recuerdo de aquella etapa es odioso, que les lleva, en una paradoja incomprensible, a llevar a sus hijos al mismo colegio en el que ellos sufrieron abusos. Como si fuera superior a sus fuerzas y no pudieran terminar de escapar de allí. No he conocido este fenómeno solo en los maristas de Vigo, lo he visto en otros: una víctima que, pese a todo, envía a su niño al mismo lugar del crimen. Porque en el fondo la educación era buena, porque es uno de los colegios más prestigiosos de la ciudad, porque confiere un estatus, porque… Yo supongo que hay razones más profundas e incluso indescifrables para ellos mismos, pero forma parte del oscuro y complejo universo interior que conforma el mal cuando te toca, el tortuoso mal de los abusos. Es ese mundo al que el espectador se asoma en Enciclopedia del dolor. Tomo I: Esto que no salga de aquí, y ahora el lector. Eso ha salido de allí.

Íñigo Domínguez Gabiña